(Fotografías de Manolo Guallart)
Este pasado sábado tuvimos la ocasión de conocer, de la mano de Descubre VLC @DescubreVlC una de las ‘caras’ más ricas y sin embargo menos conocidas por el gran público de la ciudad de Valencia: la etapa modernista de su desarrollo urbanístico.
El punto de reunión no podía ser otro: la Estación del Norte o, como reza en la inscripción de uno de los riquísimos mosaicos cerámicos que adornan su interior, la ‘Estación de los Caminos de Hierro del Norte’. Allí nos esperaba Jesús R. Poveda, guía oficial de turismo, que hizo del paseo un agradable experiencia. Más que un edificio modernista, un monumento al modernismo valenciano, puesto que ejemplifica cómo fue la entrada del estilo arquitectónico en nuestra ciudad.
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Corría el último tercio del siglo XIX, y la ciudad mostraba evidentes signos de la necesidad de crecer más allá de las murallas medievales que aún la encerraban. Contando con la firme oposición del Ejército, que las consideraba como propias, el entonces gobernador civil Cirilo Amorós ordenó su demolición completa exceptuando las puertas que hoy conocemos como Torres de Serranos y Torres de Quart. Otras, como el Portal Nou -junto a la plaza del mismo nombre- corrieron peor suerte.
Así, en el paso del siglo XIX al XX, se comenzó a crear lo que se dio en llamar el Ensanche, con trazados rectilíneos y ordenados en sus calles, que modificó la sinuosa y enroscada ordenación urbana típicamente medieval de intramuros (dentro de las murallas). Los primeros edificios proyectados al estilo y uso de las entonces florecientes escuelas catalana y madrileña -por aquel entonces Valencia carecía de escuela de Arquitectura- comenzaron a lucir majestuosos con sus columnas, sus balaustradas y balcones de hierro forjado, su decoración vegetal y su monumentalismo.
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Así, uno de los barrios que primero tomaron forma en este desarrollo urbanístico fue el Ensanche y, a lo largo de la Gran Vía Germanías y Marqués del Turia, pudimos admirar edificios como si de una exposición se tratara, firmas de los respectivos autores incluídas; firmas que aparecen junto al año de la finalización del inmueble, en forma de heráldico escudo, coronando los enormes portales de madera grabada con arabescos y motivos vegetales que aún hoy conservan todo su esplendor.
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Nos llamó poderosamente la atención el edificio Pons, más conocido como la Casa dels Pardalets por la profusión de aves conformando motivos decorativos realmente bellos.
El Mercado de Colón, de Francisco Mora, es una de las más bellas construcciones de índole civil de la época. Construido entre 1914 y 1916, se ubicó en el espacio que antiguamente albergara la fábrica de gas del Marqués de Campo. La ornamentación vuelve a mostrar motivos vegetales y, en este caso, más concretamente las naranjas, fruta que ayudó a Valencia a florecer comercialmente. La imponente marquesina de cristal, una de las novedades para la costumbre de la época, así como los magníficos mosaicos alegóricos dedicados a los productos que se vendían en el propio mercado, daba la medida de la genialidad de un arquitecto que se trajo a Valencia los conceptos aprendidos en Barcelona de los Gaudí y compañía, hermanando el ladrillo con las robustas e impresionantes columnas de hierro y la cerámica policromada.
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Entre los edificios de la zona, sobresale por su belleza: el edificio Vicente Ferrer -ninguna relación, por cierto, ni con el Patrón de la ciudad ni con el célebre bienhechor de la India- coronado con una profusa decoración vegetal que, a modo de guirnaldas, ‘envuelve’ el edificio en su parte superior y viste su interior, desde el zaguán hasta la barandilla de las escaleras que lo recorren hasta su azotea.
Y llegamos a la calle de la Paz, ganada a la serpenteante y angosta acumulación de callejuelas de la antigua ciudad medieval, en una obra lenta pero decidida para comunicar el corazón de la ciudad con la recién estrenada nueva Valencia modernista de extramuros (fuera de las murallas) a través de una arteria elegante, vistosa y, sobre todo, amplia. Una calle, la de la Paz, que además desembocaría en un jardín construido mediante sufragio popular, acorde con la monumentalidad de los edificios de nuevo corte -el término modernismo se usaba entonces sólo peyorativamente, por parte de aquellos que negaban el paso al ‘Progreso’-. De nuevo, las bellísimas expresiones del modernismo se suceden, con la introducción de elementos regionalistas que buscaban un estilo más autóctono.
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Es así como nos encontramos, en la esquina entre la plaza de Alfonso el Magnánimo que alberga el Parterre y la estatua del rey Don Jaime I, y la propia calle de La Paz, la Casa Bolinches, un imponente edificio que, entre el blanco del estuco y enlucido, deja el protagonismo al ladrillo verde tan típico de los poblados marítimos de la ciudad. Y con él, también nos fijamos en la aparición de un elemento que se va a repetir en casi todos los edificios modernistas esquineros de la ciudad: miradores acristalados que, además de embellecer el vértice del edificio, otorgan a sus inquilinos un lugar privilegiado desde el que otear la vida de la calle.
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Ya en la calle de La Paz, podemos admirar uno tras otro los monumentales edificios que incluso se van produciendo en serie. Así, tras el impresionante edificio Gómez vemos el edificio Gómez II -ambos obra de Francisco Mora-, a cuál más sorprendente e impactante. Se alternan en todo el recorrido de la calle los edificios de la escuela catalana, con formas sinuosas y atrevidas, con los de la escuela castellana, más rectilíneos y sobrios.
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Coronando la calle La Paz en su confluencia con la calle de San Vicente y la Plaza de la Reina, los Almacenes la Isla de Cuba y el edificio Sánchez de León muestran un modernismo ya netamente valenciano, sobrecargado y casi barroco en una decoración clásica pero orientalizante -cromáticamente hablando-, con la aparición de esmaltes dorados, mosaicos y entresuelos de arco redondo con amplísimas cristaleras. Dos bellezas para dar entrada a la larguísima calle de San Vicente, que termina fuera de la ciudad e incluso de una de las cuatro cruces que la guardan y que desean a quien la abandona que Dios le acompañe.
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Finalizamos nuestro periplo por esta Valencia monumental de principios del siglo XX con el magnífico Mercado Central, una obra que, lo que son las cosas, envuelta en la polémica entre los localistas y los partidarios de la escuela catalana, cuyo proyecto es de 1910, pero entre retrasos y polémicas no inició sus obras hasta 1914. Ganaron el concurso que abrió el Ayuntamiento los arquitectos Francesc Guàrdia i Vial y Alexandre Soler, creadores y primeros artífices de la obra, pero -como hijos de la escuela catalana- sucumbieron al empeño local en imprimir a sus obras magnas el sello de lo autóctono y, tras varias paralizaciones, tuvo que ser finalizada por los arquitectos Enrique Viedma y Ángel Romaní en el año 1928.
Pero antes de adentrarnos entre puestos, clientes y una amalgamas de colores, olores y sabores, admiramos en el edificio de enfrente un recurso decorativo que se dio mucho en las fachadas modernistas: el esgrafiado, consistente en cubrir el muro con dos capas de estuco, uno de color y otro blanco encima, para luego ir ‘vaciando’ zonas para descubrir el color de debajo dejando una bonita decoración de color aparentemente en relieve. En el caso del Edificio Ordeig, cuyo hermoso torreón enfrenta a la entrada del Mercado Central recayente a la plaza que toma su nombre, el vaciado es azul cobalto, ese color tan presente en la cerámica valenciana.
Un rico y bello exterior nos dio paso a un interior no menos espectacular, en el que el hierro de las columnas que nos recordaban al otro gran mercado, el de Colón, daban paso a las preciosas y amplias vidrieras que dan luz al recinto, así como a la decoración cerámica que identifica la naturaleza de las zonas bien definidas en la estructura del mercado. Así, el pescado, la fruta y la verdura o la carne, dominan las diferentes salas o zonas en las que se divide simbólicamente el Mercado Central, un espacio de hecho diáfano en toda su extensión, hasta el punto de ofrecer una estampa de mayor inmensidad en su interior de la que se adivina desde el exterior.
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Acabó la ruta modernista de Valencia en las escaleras que dan acceso a la portada principal del Mercado Central, con la sensación de haber descubierto una Valencia que siempre estuvo ahí, pero cuyas joyas arquitectónicas pasaron desapercibidas a nuestros ojos o, al menos, con el conocimiento que vertió sobre nosotros Descubre Valencia, a través de Jesús Poveda, a quien desde aquí agradecemos la dedicación y la simpatía con las que hizo más que agradable un paseo de ‘algo más que un rato’.
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La próxima RUTA dentro del CICLO DE BARRIOS que propone DESCUBRE VALENCIA será el 4 de marzo por los «POBLADOS MARÍTIMOS».
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